"Los ruiseñores solo se dedican a cantar para alegrarnos. No estropean los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar su corazón. Por eso es pecado matar aun ruiseñor"
(Harper Lee)
Hay personas que jamás deberían morir. Isabel tendría que haber sido inmortal. Los ángeles rubios que dedican su vida a mejorar el mundo empezando por los lugares más castigados, deberían ser eternos. Como el ruiseñor de Harper Lee, la misionera catalana Isabel Solá Matas derramaba su corazón delante de aquella a los que la sociedad cosmopolita convierte en simples número. Los suyos eran más de 300. Niños y adultos haitianos a los que el terremoto que golpeó al país caribeño en 2010 dejo mutilados. Más de 300 a los que la monja Solá fabricó piernas. Con sus manos y un poco de yeso y plástico, montaba prótesis en un taller a las afueras de Puerto Príncipe.
Isabel Solá Matas murió el 2 de septiembre de 2016 cuando dos balas cortaron sus alas. Estaba en medio de un atasco conduciendo su viejo todo terreno blanco cuando dos hombres se acercaron a la ventanilla del coche y le metieron dos tiros. Después le robaron el bolso y desaparecieron entre la multitud de los vehículos. Isabel murió en el acto.
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